La suspensión temporal de los fondos estadounidenses amenaza con paralizar proyectos esenciales en países en desarrollo, como Honduras, Nicaragua y Guatemala. Sectores como la infraestructura, salud, educación y hasta la prensa independiente dependen de un flujo continuo de financiamiento, cuya interrupción dejaría a millones sin acceso a alimentos, vacunas o agua potable.
Por Jose Flores | @CoyunturaNic
San José, Costa Rica

Este lunes 20 de enero de 2025, el ya en funciones presidente Donald Trump firmó varias ordenes ejecutivas, tras asumir la Casa Blanca otra vez. Uno de estos decretos suspendió durante 90 días todos los programas de asistencia exterior de los Estados Unidos de Norteamérica (EE.UU.). Esta decisión, justificada como una medida para alinear la ayuda internacional con los intereses políticos de la nación y la nueva administración tras el final de la era de Joseph Biden, refleja una visión crítica hacia lo que Trump denominó "una industria de la ayuda exterior y una burocracia que desestabilizan la paz mundial". Las implicaciones de esta orden, sin embargo, van más allá de la postura nacionalista y proteccionista. Son un verdadero y crítico desafío para la cooperación internacional, los programas sociales y el tercer sector en América Latina, particularmente en Centroamérica.
En esencia, la ayuda internacional es un acto de solidaridad global que busca aliviar la pobreza, impulsar el desarrollo, mejorar la gobernanza y salvar vidas en contextos de crisis. El sistema que la sostiene es complejo; una mezcla de altruismo con intereses geopolíticos, económicos, culturales y sociales. Países desarrollados canalizan un porcentaje de su Producto Interno Bruto (PIB) hacia la Ayuda Oficial al Desarrollo (ODA, por sus siglas en inglés), mediante agencias como USAID (Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional), la DFID (Departamento de Desarrollo Internacional de Reino Unido) o GIZ (Sociedad Alemana de Cooperación Internacional), muchas veces en colaboración con organismos multilaterales como el Banco Mundial o la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y sus muchos programas para la niñez y adolescencia, el hambre, la salud sexual y reproductiva, y otros temas y sectores vulnerabilizados.
La implementación de estos fondos puede ser bilateral, multilateral o descentralizada, pero también está plagada de ineficiencias, fragmentación y agendas cruzadas. Ese es el punto donde el discurso de cooperación internacional choca con las realidades de la geopolítica, y los deseos de Trump. Mientras Occidente condiciona todavía su ayuda a reformas estatales e ideológicas, otros actores como China optan por un enfoque transaccional, priorizando infraestructura y comercio. Esta dinámica es una capa de complejidad a las implicaciones de la orden ejecutiva de Trump. El impacto es inmediato. Los proyectos críticos están al borde del colapso.
La suspensión temporal de los fondos estadounidenses amenaza con paralizar proyectos esenciales en países en desarrollo, como Honduras, Nicaragua y Guatemala. Sectores como la infraestructura, salud, educación y hasta la prensa independiente dependen de un flujo continuo de financiamiento, cuya interrupción dejaría a millones sin acceso a alimentos, vacunas o agua potable. También se perderían empleos y servicios tercerizados. Este vacío no solo profundiza las crisis humanitarias e institucionales, sino que también debilita la estabilidad económica, social y gubernamental en regiones estratégicas.
Las organizaciones no gubernamentales y los contratistas encargados de implementar un número de proyectos locales, nacionales y regionales enfrentan una crisis de financiación e implementación sin precedentes. La reducción de operaciones y los despidos ponen en riesgo décadas de experiencia y relaciones construidas con comunidades vulnerables. Este impacto trasciende a los beneficiarios directos y afecta el ecosistema más amplio de la cooperación internacional, de la cual EE.UU. ha sido un pilar fundamental.
A mediano y largo plazo, esta orden podría transformar la ayuda exterior estadounidense, priorizando intereses de política exterior como la seguridad, el comercio y la lucha contra el terrorismo, y relegando objetivos esenciales como el desarrollo sostenible, los derechos humanos y la gobernanza. Este enfoque, parte de la agenda proteccionista y nacionalista de Donald Trump, aunque estratégico en apariencia, es la clara politización de la ayuda, alejándola de su propósito original y erosionando la confianza de los países receptores.
Por otro lado, en contextos frágiles como el de Nicaragua y Venezuela, por ejemplo, donde regímenes autoritarios ya controlan férreamente las instituciones, esta decisión debilita a los movimientos prodemocracia y las libertades mismas, y refuerza a quienes buscan perpetuarse en el poder con mano dura y ordenes sin consenso ciudadano. Organizaciones de la sociedad civil, medios de comunicación, iniciativas culturales y espacios de reflexión que dependen del financiamiento internacional para desafiar la represión estatal quedan desprotegidas, aumentando la vulnerabilidad de las y los ciudadanos frente a regímenes, sistemas y posturas dictatoriales.
La falta de apoyo internacional desde EE.UU. también disminuye la presión sobre estas administraciones para exigir la implementación de reformas y políticas democráticas. En su lugar, fortalece la narrativa de resistencia del autoritarismo extremo ante la injerencia extranjera y lo que consideran soberanía, consolidando su control y reduciendo las posibilidades de un cambio político e institucional a largo plazo, para el bien de las masas y las libertades.
Asimismo, la retirada parcial de EE.UU. de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y de otros frentes bilaterales, crea un vacío que otros actores globales están ansiosos por llenar. China y Rusia, con modelos de cooperación menos condicionados, han incrementado su influencia en regiones como América Latina, África y Asia. Esta reconfiguración del equilibrio geopolítico, con una Unión Europea también en conflicto, amenaza con desplazar la influencia estadounidense en un momento en que la cooperación multilateral es más necesaria que nunca.
La suspensión de los programas de asistencia no solo afecta a los países receptores, sino que también pone en riesgo la confianza en EE.UU. como socio confiable. Esta erosión de relaciones bilaterales podría dificultar futuras colaboraciones en áreas clave como el comercio, la seguridad regional y el combate al crimen organizado, comprometiendo el liderazgo global de EE.UU., y las alianzas.
Aunque la reevaluación de prioridades y la diversificación de financiamiento son objetivos loables y aceptables para millones, el costo humano, institucional y político de esta suspensión es demasiado alto y peligroso. La cooperación internacional no solo beneficia a las comunidades receptoras, sino que también refuerza la posición de los países donantes como líderes en la promoción de la democracia, los derechos humanos y la estabilidad global. Suspender la ayuda internacional durante 90 días sin un plan estratégico sólido es por mucho una medida empírica; un error de cálculo con consecuencias irreparables para los más vulnerables, y para el papel de Estados Unidos en América y el mundo.
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