Entre críticas a la poca diversidad de la organización, la pandemia convierte la gala en una especie de reunión de trabajo virtual, con sofás, hijos, mascotas, fallos técnicos y premios a "Nomadland", "Borat 2", "The Crown" y "Gambito de dama".
Por: Pablo Guimón para El País
El mundo se ha acostumbrado a muchas cosas extrañas este año. Pero esta es difícil de superar: una señora vestida con traje de gala, sola sobre una alfombra roja, sin un alma alrededor para gritar a los famosos, departiendo amigablemente, como si fuera lo más normal del mundo, con una pantalla de marcos dorados y negros plantada ahí en medio, en la que salen estrellas, también vestidas de gala, pero en el salón de su casa o en una habitación de hotel. Con un preshow así, solo se podía mejorar o entregarse al surrealismo. Y, en esta gala de los Globos de Oro de la pandemia, hubo un poco de las dos cosas.
La calidad la aportaron principalmente Tina Fey y Amy Poehler, en el papel de presentadoras, que exhibieron una solvencia y una complicidad que se merendó los 4.000 kilómetros que las separaban. Hicieron de la necesidad virtud desde el primer momento, dejando para la historia esa caricia de Fey a Poehler que atravesó, de manera deliberadamente imperfecta, el eje de los planos yuxtapuestos desde los que hablaban.
Porque Fey estaba en el Rainbow Room de Nueva York y Poehler, en el Beverly Hilton de Los Ángeles, sede habitual de la gala. Los nominados, cada uno en su casa. Y el público eran trabajadores de primera línea de la pandemia enmascarados. “Estamos muy contentos de que estéis aquí, para que las estrellas puedan estar a salvo en sus casas”, les dijo Fey.
Con cada nominado a salvo en su casa, se echaron de menos los tradicionales ejercicios de eslalon de las actrices abriéndose paso con sus vestidos de alta costura entre las mesas para llegar al escenario. También ese elemento, acaso el más característico de la gala, de las estrellas agrupadas en mesas, bien comidas y bebidas, riéndose de los chistes con tanta clase como DiCaprio la noche en que Ricky Gervais le dijo que, cuando aquel acudió al estreno de Érase una vez en Hollywood, al terminar la proyección su novia de esa noche ya era demasiado vieja para él.
El principal objetivo de las puyas de esta 78º edición fueron, como estaba previsto, los anfitriones. La muy criticada Asociación de Periodistas Extranjeros en Hollywood, entre cuyos 87 o 90 miembros (Fey habló de socios fantasmas y reveló que el miembro alemán es “una salchicha con una cara pintada”) no hay ninguna persona de piel negra. Una falta de diversidad que se traslada, según los críticos, a la lista de nominaciones. Tras un año de reivindicación de la justicia racial en Estados Unidos, esa fue la polémica de la noche, que sacaron a relucir ya desde el inicio las presentadoras, y después un buen número de premiados. También la abordó la propia Asociación, tres de cuyos miembros realizaron una declaración a modo de propósito de enmienda. “Esta noche, mientras celebramos el trabajo de artistas de todo el globo, reconocemos que tenemos nosotros también trabajo que hacer”, dijo la vicepresidenta, Helen Hoehne. “Igual que en el cine y en la televisión, la participación de las personas negras es vital. Tenemos que tener periodistas negros en nuestra organización”.
Además de polémica, tampoco faltó la emoción, que vino de la mano de Taylor Simone Ledward. Aceptó entre lágrimas el premio en nombre de su fallecido esposo, Chadwick Boseman, por La madre del blues, que se convertía en el segundo ganador póstumo de un Globo de Oro a mejor actor en una película dramática (después de Peter Finch por Network, un mundo implacable en 1976). Boseman, aseguró su viuda, “habría dicho algo bello, algo inspirador, algo que amplificaría esa pequeña voz dentro de todos nosotros que te dice que puedes, que te anima a seguir”.
La primera aparición por sorpresa de un niño en la pantalla de Zoom fue en casa de Mark Ruffalo. Cuando este recogió el quinto premio de la noche, el de mejor actor en una miniserie o película para televisión por La innegable verdad, sus hijos Bella y Odette se lanzaron eufóricos sobre él y su esposa. Jodie Foster y la suya, tras ganar el premio a la mejor de reparto en película por The Mauritanian, aparecieron repantingadas en el sofá, acariciando a su perro, vestidas con lo que parecían pijamas. Pero pijamas elegantísimos, mucho más que el atuendo de Jason Sudeikis, mejor actor de serie musical o de comedia por Ted Lasso, que escogió una sudadera del gimnasio de su hermana. Costaba 100 dólares y no se molesten en buscarla en línea: se agotó ipso facto. En los premios, los principales no tuvieron grandes sorpresas, y la cosa se repartió entre Nomadland y Borat 2 en cine, y The Crown y Gambito de dama en televisión.
La oportunidad de ver los sofás, los hijos y las mascotas de las estrellas fue la parte buena de estos Globos de Oro de la pandemia. La mala, los previsibles problemas técnicos, que se empeñaban en sacar a los espectadores de esta pretendida burbuja de glamour y llevarlos al mundano territorio de las dichosas reuniones de Zoom que se han apoderado de muchas jornadas laborales. Malas conexiones, desajustes temporales, quítate el mute, o Catherine O’Hara (mejor actriz de musical o comedia por la gran Schitt’s Creek) y su pareja, empeñados en mirar cada uno su móvil cada vez que salían en pantalla... hasta que se supo que era un gag.
Para una vez que una gran estrella con cosas que decir como Jane Fonda estaba físicamente en una de las sedes, los realizadores se empeñaban en cortar para ofrecer reacciones vía Zoom de otros colegas que parecían no saber que estaban en cámara. Lo cual no impidió que la gran Fonda dejara la frase de la noche, cuando recogió su premio Cecil B. DeMille al logro de una carrera. “Somos una comunidad de contadores de historias, ¿no es así?”, dijo. “Y en tiempos turbulentos y golpeados por las crisis como este, contar historias siempre ha sido esencial”.
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