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Otra bala sandinista que cruzó la frontera

Los proyectiles que mataron a Roberto Samcam no solo traspasaron su cuerpo: cruzaron los límites imaginarios, humanitarios y geográficos de Costa Rica, Nicaragua y toda Centroamérica. Y con esas balas, la dictadura pretende decirnos una vez más —pero más claro y fuerte—, que no hay lugar seguro para quien denuncia o disienta. Pero hay algo que aún no han podido asesinar: la decisión de resistir.


Por Redacción Central | @CoyunturaNic

San José, Costa Rica
Fotografía de COYUNTURA
Fotografía de COYUNTURA

El exilio nicaragüense vuelve a vestirse de luto, y esta vez, con una herida que sangra a la vista del mundo entero. Roberto Danilo Samcam Ruiz, mayor en retiro del Ejército de Nicaragua y una de las voces más lúcidas y críticas contra la dictadura sandinista de Daniel Ortega y su esposa y comandataria Rosario Murillo, fue asesinado a balazos en su propia vivienda en Costa Rica, un jueves por la mañana. Este no es un crimen más: es una ejecución política con firma represiva, organizada con cálculo, saña y un mensaje claro hacia la disidencia nicaragüense, dentro y fuera del país centroamericano.


El asesinato de Samcam representa el punto más alto —hasta ahora— de una campaña sistemática de represión extraterritorial que ya había dejado señales, repercusiones severas y al menos 10 personas asesinadas. Los atentados contra Joao Maldonado y otros activistas; la vigilancia a líderes estudiantiles y políticos desterrados; las amenazas constantes y el seguimiento jurídico y paramilitar contra periodistas y defensores de derechos humanos; todo apunta a una política de persecución transnacional, que ahora se ilustra en un asesinato con ocho disparos silenciosos que retumban en todo el continente, pero que pasan desapercibidos por las estructuras estatales de una Centroamérica que, como ya lo dijimos, calla y otorga.


Samcam no era un analista más. Fue parte del sistema militar sandinista, sí, pero decidió convertirse en una conciencia crítica que desmontó desde el conocimiento interno el engranaje autoritario del régimen, apuntando siempre al Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) y al Ejército de Nicaragua. Su perfil era incómodo, su voz documentada, su presencia desafiante. Y por eso fue silenciado. Lo mataron en su regreso a casa, luego de días fuera, como si lo esperaran. Como si lo estudiaran. Como si la orden estuviera dada y solo faltara el momento preciso.


En cualquier país que se respeten los derechos humanos y el derecho al asilo, este crimen habría ya desatado una tormenta política e institucional. Pero en Costa Rica, hasta ahora, el Estado apenas ha reaccionado con cautela. El gobierno de Rodrigo Chaves carga con una cuota de responsabilidad. Su administración ha demostrado una peligrosa tibieza frente a la amenaza que representa el régimen Ortega-Murillo. Mientras dice acoger al exilio, deja desprotegidos a sus integrantes. Mientras afirma defender la democracia, tolera silencios que permiten al brazo represor cruzar fronteras, avanzar y ejecutar planes evidentemente siniestros.


No es posible seguir disfrazando de "delito común" lo que tiene todas las marcas de un homicidio ordenado desde el poder. El perfil de la víctima, la precisión del crimen, el uso de un sicario infiltrado como inquilino, y el contexto inmediato de sus denuncias contra la cúpula militar nicaragüense confirman una lógica de eliminación sistemática.


Este crimen también compromete al Ejército de Nicaragua. Samcam lo sabía, lo denunció, lo temía. Señaló a los oficiales en retiro como claves en la transición, como amenaza al poder de Rosario Murillo en caso de un eventual vacío, en el imaginario mismo de la dictadora. Lo mataron por decirlo. Y lo dijo un día antes de ser asesinado, como un testamento involuntario. Su muerte no es sólo una tragedia personal o familiar: es una alerta geopolítica, otra línea roja cruzada que exige una respuesta del Estado costarricense, del sistema interamericano, de la comunidad internacional.


Hoy, el exilio no está seguro ni siquiera en Costa Rica. Menos en Honduras o en Guatemala. Hoy, los disidentes no solo son perseguidos en Managua, sino también en San José, en San Salvador y Tegucigalpa. Y hoy, más que nunca, callar equivale a ser cómplice. Pero la monarquía de El Carmen ha ganado en esta ocasión. Se siente la autocensura. Se siente ese crimen y su impunidad.


El asesinato de Roberto Samcam exige justicia, memoria y consecuencias. No basta con investigar: hay que nombrar a los responsables, a los autores materiales e intelectuales, y a los instigadores políticos. Y hay que hacerlo con claridad, sin miedo y sin diplomacia tibia. Lo contrario sería enterrar su voz, su análisis y su advertencia bajo un nuevo pacto de impunidad.


En nombre de la verdad y del periodismo comprometido con los pueblos centroamericanos, desde este medio denunciamos este homicidio como lo que es: una ejecución política dirigida desde la cúpula del sandinismo, ejecutada en el exilio y tolerada por la negligencia estatal costarricense y las administraciones de toda Centroamérica.


A su familia, nuestra solidaridad. A la dictadura, nuestro repudio. Y a quienes aún callan, un recordatorio: será demasiado tarde cuando la siguiente bala toque a su puerta.



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