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Violeta Barrios Torres, heroína de la paz, y un legado inmortal en la historia de Nicaragua

Actualizado: 15 jun

Su vida —atravesada por el dolor, la disidencia, la resistencia y la reconciliación— marcó una época y abrió caminos institucionales en Centroamérica. Viuda de un mártir, periodista en dictadura, líder en tiempos de guerra y símbolo de unificación, venció con el voto popular a la revolución armada. A los 95 años, murió en el exilio, lejos del país que amaba, pero con el legado intacto de haber sido el rostro de una nación que, por un momento, hizo posible la democracia sin fusiles.


Por Juan Daniel Treminio | @DaniTreminio

San José, Costa Rica
Violeta Barios de Chamorro en una imagen de archivo| Fotografía de Getty Images
Violeta Barios de Chamorro en una imagen de archivo| Fotografía de Getty Images

Violeta Barrios Torres de Chamorro (1929–2025) no fue solo la primera presidenta electa democráticamente en Nicaragua, en Centroamérica y en el continente americano; ese fue apenas un capítulo de su trayectoria. Fue una mujer que trascendió en los hechos a lo largo de las distintas etapas que delinearon el camino hacia la pacificación, la democratización y la civilización de su país y de la región centroamericana.


Periodista, viuda de un mártir, miembro de la Junta de Gobierno de 1979, disidente, se convirtió en el rostro de la esperanza para que Nicaragua alcanzara la paz por medio del voto popular, tras una década marcada por la sangre y la pólvora.


San José, Costa Rica, 14 de junio de 2025. A los 95 años, "doña Violeta" cerró los ojos en un país ajeno, con un legado anclado en el patriotismo y el humanismo. Su muerte, ocurrida en el exilio forzado por el régimen sandinista de Daniel Ortega —el mismo hombre al que venció en las urnas en 1990—, no es solo el epílogo de una vida extraordinaria, sino un recordatorio de las heridas abiertas en el país que soñó y por el que trabajó incansablemente para reconciliar. Pacificadora, marcó un antes y un después en la historia centroamericana. Este es su legado, dividido en las etapas que forjaron a una mujer comprometida con la nación.


Nacida en octubre de 1929 en Rivas, una ciudad del sur de Nicaragua, Violeta creció en un país donde las mujeres eran relegadas a los márgenes de la vida pública. Hija de una familia acomodada, su destino parecía ser el de esposa y madre dentro de un entorno conservador. Sin embargo, el asesinato de su esposo, Pedro Joaquín Chamorro, el 10 de enero de 1978, cambió su rumbo para siempre. Pedro, director del periódico La Prensa y férreo crítico de la dictadura de Anastasio Somoza, fue silenciado a balazos en Managua, en un crimen que galvanizó la resistencia contra el régimen y precipitó su caída.


Las imágenes y sonidos de la viuda de Pedro entonando, entre sollozos, las notas del Himno Nacional de Nicaragua mientras el féretro de su esposo era cargado en hombros por la ciudadanía que recorría las calles de Managua, le dieron la vuelta al mundo. Violeta Barrios, entonces de 49 años, asumió la dirección de La Prensa, transformando el duelo en resiliencia. En un país donde la censura era ley, el periódico se convirtió en un bastión de la verdad. Bajo su liderazgo, el rotativo continuó denunciando los abusos de la dictadura somocista, a pesar de los ataques, clausuras y amenazas. No solo heredó el legado de su esposo, sino que lo amplificó, convirtiéndose en un símbolo de resistencia desde la palabra.


Mujer disidente


Tras el triunfo de la Revolución Ciudadana de 1979, que puso fin a cuatro décadas de dinastía somocista, doña Violeta se unió a la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional, un esfuerzo colectivo para levantar un país devastado por años de dictadura y conflicto. Su participación reflejaba esperanza, equilibrio y confianza en un proyecto que prometía justicia social y democracia. Sin embargo, la deriva autoritaria del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), liderado por Daniel y otros comandantes, pronto la desencantó.


El 19 de abril de 1980, Violeta renunció a la JGRN, declarándose incapaz de avalar un régimen que traicionaba los ideales de libertad por los que tanto se había luchado. "Los principios por los que todos nosotros luchamos hasta derrotar a Anastasio Somoza Debayle han sido flagrantemente traicionados por el partido FSLN", escribió en una carta dirigida al secretario general de la Organización de los Estados Americanos (OEA), el doctor Alejandro Orfila.


Su salida no significó un retiro de la vida pública. Al contrario, desde las páginas de La Prensa, doña Violeta continuó desafiando al poder y al autoritarismo, ahora encarnado en el sandinismo. El periódico sufrió todo tipo de represión y censura. Al mantener su postura, se consolidó como un actor clave para enfrentar lo que ella consideraba la mayor catástrofe que puede vivir cualquier sociedad: una guerra entre hermanos.


Una década de sangre, muerte y dolor siguió. El país se despedazaba en una guerra civil entre los sandinistas y "la contra", un conflicto financiado por potencias extranjeras como Estados Unidos de Norteamérica (EE.UU.) y la Unión Soviética. En medio de ese escenario, Violeta Barrios se mantuvo como una voz moderada, abogando por la paz en un país polarizado, donde el odio se esparcía tanto en las montañas como entre los más empobrecidos.


De la esperanza a la Presidencia


El momento definitorio del legado de la exmandataria nicaragüense llegó en 1990. El camino hacia esas elecciones, que la convertirían en presidenta, fue pavimentado por años de acuerdos y negociaciones. En agosto de 1987, los presidentes centroamericanos firmaron los Acuerdos de Esquipulas II en Guatemala, un esfuerzo liderado por el costarricense Óscar Arias para poner fin a los conflictos armados en la región. Dichos acuerdos exigían a los gobiernos centroamericanos, incluido el sandinista, comprometerse al cese de hostilidades, a celebrar elecciones libres y a abrir la puerta a la democracia.


Fue en noviembre de 1989 cuando el régimen sandinista, presionado por la comunidad internacional y la desolación interna, aceptó convocar elecciones generales adelantadas para el 25 de febrero de 1990. Por primera vez en la historia del país, las urnas prometían ser un espacio de libertad, supervisadas por observadores internacionales como la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y la OEA. Nicaragua fue el experimento pionero que dio origen a las misiones internacionales de observación electoral en el mundo.



Doña Violeta no llegó a la candidatura por ambición personal, sino por una convergencia de circunstancias y convicciones. En 1989, catorce partidos opositores —desde conservadores hasta comunistas— se unieron en la Unión Nacional Opositora (UNO), una coalición frágil pero unida por un objetivo común: derrotar con el respaldo ciudadano al FSLN. La entonces directora de La Prensa, conocida por su integridad y su disidencia frente al autoritarismo, tanto somocista como sandinista, se sometió a un proceso de selección interna junto a otros cuatro contendientes y resultó ungida como la candidata presidencial de la coalición.


Su figura, maternal y conciliadora, contrastaba con la beligerancia de una década de guerra. No era una política tradicional, y esa fue precisamente su mayor fortaleza: representaba a las madres que lloraban a sus hijos, a los campesinos atrapados en el fuego cruzado, a un pueblo que anhelaba paz.


Violeta Barrios durante la campaña electoral de febrero de 1990 | Fotografía de Getty Images
Violeta Barrios durante la campaña electoral de febrero de 1990 | Fotografía de Getty Images

La campaña electoral de doña Violeta fue un acto de valentía, pero también de resistencia física. Al inicio de su recorrido por el país, sufrió una fractura en el pie. Con muletas, en silla de ruedas y el pie enyesado, recorrió los rincones más remotos de Nicaragua, desde las montañas de Matagalpa hasta las comunidades indígenas de la Costa Caribe. En cada pueblo, su mensaje era cristalino. "Voy a terminar con esta guerra. Sus hijos volverán a casa", dijo una vez. Hablaba no como política, sino como madre, prometiendo a otras madres el fin del Servicio Militar Obligatorio que había enviado a miles de jóvenes a la muerte.


Asimismo, su campaña, austera y limitada por la falta de recursos, se enfrentó a la poderosa maquinaria estatal del FSLN, que controlaba los medios, los recursos públicos y una amplia red de movilización. Los sandinistas, liderados por Daniel Ortega y el ahora disidente y escritor Sergio Ramírez, desplegaron una campaña propagandística abrumadora, en la que participó uno de los hijos de Violeta, el periodista Carlos Fernando Chamorro, actualmente exiliado en Costa Rica, quien presentaba a Ortega como el guardián de la revolución, mientras acusaba a su madre de formar parte de una oposición "vendepatria" al servicio de Estados Unidos.


La hora cero de la democracia


El 25 de febrero de 1990, Nicaragua vivió un momento hermosamente anómalo, sin precedentes. Casi nueve de cada diez ciudadanos habilitados acudieron a las urnas, una participación histórica del 86 %, según datos de la OEA. Solo en el departamento de Masaya hubo un récord del 94% de participación. Fue la primera vez que las y los nicaragüenses votaron libremente, sin el peso de la coerción o el fraude que habían marcado elecciones anteriores, ya fuera bajo el somocismo o en los primeros años del sandinismo. Las urnas se llenaron de esperanza, pero también de incertidumbre.


Todas las encuestas sesgadas daban ventaja a Ortega. Sin embargo, cuando se contaron los votos, el resultado fue contundente: Violeta Chamorro obtuvo el 54.7 % frente al 40.8 % de Ortega. La victoria de la UNO no solo sorprendió al mundo; fue un terremoto político que marcó el fin de una era.


La elección de Violeta Barrios de Chamorro trascendió las fronteras de Nicaragua y de la región. En una América Latina dominada por el odio, el olor a pólvora y los liderazgos masculinos y autoritarios, su triunfo rompió paradigmas.


Fue la primera mujer en llegar a la presidencia por la vía democrática, un hito que abrió caminos para futuras lideresas. Su victoria también consolidó los Acuerdos de Esquipulas como modelo de resolución de conflictos en Centroamérica. Pero, sobre todo, fue un mensaje al mundo: en un país devastado por la guerra, una mujer sin experiencia política, armada solo con su compromiso con la paz, podía derrotar a una maquinaria estatal.


El 25 de abril de 1990, cuando Violeta asumió la ahora extinta Presidencia, Nicaragua no solo celebró a su primera presidenta, sino a una pacificadora. Su mandato estaría lleno de retos —desarme, reconciliación, reconstrucción económica—, pero su llegada al poder marcó un antes y un después. En las urnas de 1990, Nicaragua no solo eligió a Violeta Chamorro; eligió la esperanza de un futuro sin sangre.


Violeta Barrios enterrando las armas de la guerra civil en septiembre de 1990 | Fotografía cortesía
Violeta Barrios enterrando las armas de la guerra civil en septiembre de 1990 | Fotografía cortesía

A las seis de la mañana del lunes 26 de febrero, doña Violeta dio sus primeras palabras como presidenta electa: "esta victoria no es mía, es de todo el pueblo nicaragüense que quiere paz y libertad". Un mes después, reafirmó su legado y el inicio de un nuevo recorrido desde el poder político. "Vengo a ofrecerles mi corazón para construir una Nicaragua en paz, donde no haya ni vencedores ni vencidos", manifestó aquel legendario 25 de abril desde el Estadio Nacional de Béisbol en Managua, decorado con decenas de miles de banderas azul y blanco.


El 10 de enero de 1997, al dejar el poder, Violeta reflexionó con el mismo tono de humildad en su discurso de despedida: "dejo un país en paz, pero sé que la democracia es una tarea que nunca termina". Entregó el Poder Ejecutivo a Arnoldo Alemán en un traspaso pacífico, un logro inédito en un país que parecía crecer en ese camino.


"La paz no es solo el silencio de las armas, sino el abrazo de un pueblo unido", dijo alguna vez doña Violeta. Nicaragua, hoy silenciada, aún espera ese abrazo.



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