Nayib Bukele, el carcelero
- Redacción Central
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El empresario convertido en mandatario centroamericano, que desprecia más a los pobres que a la pobreza misma, no es un estadista ni un reformador. Es, con trágica precisión, el carcelero de un pueblo —y de una creciente comunidad migrante— que cada vez encuentra menos llaves para abrir sus propias puertas.
Por Redacción Central | @CoyunturaNic
San Salvador, El Salvador

El Salvador vive bajo llave. Y el hombre que sostiene el llavero no es otro que Nayib Bukele, un presidente en su segundo mandato consecutivo que ha convertido al país entero en un gigantesco penal, donde la seguridad se mide en barrotes y la justicia en caprichos.
Desde marzo de 2022, cuando impuso el interminable Régimen de Excepción, Bukele gobierna cada detalle de la nación centroamericana con puño de hierro. Nada se le puede escapar. Desde la Asamblea Legislativa hasta la municipalidad capitalina, o el sistema de justicia; todo lleva su sello, hasta los monumentos.
Según cifras oficiales, más de 85,000 personas han sido detenidas hasta la fecha. Pero lo que la administración de Nuevas Ideas no dice es que al menos 30,000 de esas detenciones son arbitrarias, según denuncias de la Unidad de Defensa de Derechos Humanos y Comunitarios (UNIDEHC). Personas sin antecedentes, sin juicios, sin pruebas, y hasta sin ordenes judiciales. Personas atrapadas por su aspecto, por vivir en un barrio estigmatizado o peligroso, por salir tarde de trabajar o por no tener a quién llamar cuando se los llevan.
Las cifras son una condena en sí mismas: más de 3,000 menores de edad han sido detenidos en el período excepcional, muchos encerrados junto a adultos con un historial criminal de alto peligro o perfil. Desde que empezó esta cruzada punitiva, al menos 370 personas han muerto bajo custodia del Estado, en condiciones aún no investigadas por el oficialismo, porque afuera todo marcha bien y las playas están más bonitas y conectadas a través de cientos de kilómetros en nuevas rutas nacionales. El silencio institucional ante estas muertes es tan estridente como los vídeos propagandísticos donde prisioneros desfilan en ropa interior, cabizbajos, sin nombre ni rostro, como piezas en un tablero diseñado para el espectáculo.
Bukele, el carcelero, en su faceta de hábil comunicador y consumado publicista, ha convertido el Centro de Confinamiento del Terrorismo (CECOT), ubicado a menos de 100 kilómetros de San Salvador, en un escenario cuidadosamente coreografiado. Allí ha permitido el ingreso de políticos de extrema derecha, medios sensacionalistas y youtubers afines, para que graben y glorifiquen su "maravilloso castillo" de la seguridad, una prisión monumental que vende como trofeo mientras esconde violaciones sistemáticas a los derechos humanos.
Aunque el régimen presenta solo a hombres tatuados y esposados como imagen del "éxito", lo cierto es que también hay mujeres detenidas, y muchas otras viven el impacto devastador de tener hijos, hermanos o parejas tras las rejas sin explicación ni sentencia. Las familias se desestructuran, mientras se realizan juicios masivos en los que se condenan hasta a 100 personas por ocasión. La pobreza se agrava. Y la inseguridad emocional es otra forma de encierro que no se contabiliza.
En ese delirio de seguridad, Bukele sigue llenando la prisión más grande de América: el CECOT, una mega-cárcel para 40,000 internos, donde no hay visitas familiares, ni contacto con abogados, ni supervisión independiente. Los derechos humanos no cruzan sus muros, solo lo hace Kristi Lynn Arnold Noem, secretaria de Seguridad Nacional de los Estados Unidos de Norteamérica (EE.UU.), y otros muchos invitados vip.
Y todo este modelo de represión tiene un eco internacional: el trato absurdo, cómplice, sumiso e impulsor de Bukele con el presidente estadounidense Donald Trump, a quien no solo alaba públicamente, sino que respalda con una lógica que roza el cinismo. Bukele repite que "no puede liberar a nadie que es terrorista", aunque él mismo puede decidir dónde tenerlos, cómo tratarlos y qué castigos aplicar sin juicio alguno. En otras palabras, puede hacer de carcelero y juez, pero no de garante de derechos y libertades, por elección. En su lógica, es más importante cumplir con la etiqueta de "mano dura" que garantizar justicia real y humanismo básico. La criminalización colectiva es ahora su ideología de Estado.
Al menos 261 migrantes han sido enviados al CECOT en El Salvador por orden de EE.UU., en el marco de una colaboración altamente cuestionada entre los gobiernos de Donald Trump y Nayib Bukele. Entre ellos se encuentran 238 venezolanos y 23 salvadoreños, muchos de los cuales fueron señalados sin pruebas contundentes como miembros de estructuras criminales como el Tren de Aragua o la Mara Salvatrucha (MS-13). No obstante, informes oficiales estadounidenses revelan que al menos 101 de estos venezolanos no tienen vínculos comprobados con pandillas y fueron deportados únicamente por su estatus migratorio irregular. Estas deportaciones se han realizado al amparo de la Ley de Extranjeros Enemigos de 1798, utilizada por la administración Trump para justificar la expulsión acelerada de migrantes, incluso en casos en los que existían órdenes judiciales de protección, como el de Kilmar Ábrego García, un salvadoreño deportado pese a que una jueza había ordenado frenar su traslado.
En paralelo, Bukele ha ofrecido a EE.UU. externalizar parte de su sistema carcelario, proponiendo recibir incluso a ciudadanos estadounidenses convictos en el CECOT a cambio de una tarifa, en lo que expertos consideran una práctica inconstitucional y violatoria de derechos humanos.
La pregunta ya no es si bajaron los homicidios, porque sí, bajaron. La pregunta es: ¿a qué costo? ¿Cuántos inocentes encarcelados, cuántas madres quebradas, cuántas infancias robadas justifican las cifras? Nayib Bukele no es el libertador que muchos creen. Es el arquitecto de una sociedad vigilada, castigada, y ahora sí, "en orden", pero al precio de la dignidad. Su guerra no es solo contra las pandillas. Es contra cualquier posibilidad de libertad con justicia.
En su momento, el mandatario salvadoreño acusó a organizaciones como Amnistía Internacional y la Organización de las Naciones Unidas (ONU) de ser "cómplices" de las pandillas locales. "Llévenselos", exclamó con desprecio. Pero hoy es él quien recibe a supuestos delincuentes deportados a cambio de acuerdos económicos, como un gestor de cuerpos indeseables al mejor postor. La paradoja es brutal: quien antes se decía víctima de la indiferencia internacional, ahora actúa como un proxeneta de la seguridad transnacional.
Porque cuando un país entero vive bajo régimen de excepción indefinido, la excepción ya es la norma. Y el carcelero, en vez de protegernos del miedo, se convierte en su máxima expresión.
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