El césped del PayPal Park en San José, California, se extendía como un tapiz vibrante bajo las luces artificiales que anunciaban el inicio de la Copa Oro 2025. Dos banderas ondeaban con fuerza: una azul celeste de islas y otra azul y blanco de volcanes. Curazao y El Salvador se miraban frente a frente, como dos desconocidos obligados a convivir en un cuarto cerrado. Sabían que el empate no bastaba. Pero aún así, el 0-0 de este martes 17 de junio de 2025 se les impuso como una sentencia inevitable. El Salvador, con Hernán Darío "Bolillo" Gómez dirigiendo desde la línea, saltó al campo buscando resarcir una historia de frustraciones recientes. Pero enfrente estaba una Curazao joven, rápida, potente, que en los primeros veinte minutos ya había marcado su dominio en el medio campo y asediaba sin misericordia el arco salvadoreño. Leandro Bacuna, con el número 10 en la espalda, fue un titiritero implacable. Cada toque suyo era una amenaza. Juninho Bacuna lo complementaba con vértigo. Pero en la portería, El Salvador tenía a su propio centinela: Mario González, quien, como un fantasma que aparece en el último instante, desvió cada intento caribeño con reflejos felinos. Una, dos, tres veces. Incluso cuando Rangelo Janga giró en el área y sacó un latigazo, ahí estaba González, negando el grito de gol. Los aficionados salvadoreños —que no eran pocos— coreaban, agitaban banderas, intentaban levantar a una selección que no lograba hacer pie en el área rival. En el primer tiempo, las estadísticas eran crueles: posesión, remates, precisión... todo favorecía a Curazao. Pero el gol, esa joya que decide partidos, seguía ausente. El segundo tiempo trajo una leve reacción salvadoreña. Bryan Tamacas subió por derecha, conectó con Brayan Gil, pero la defensa curazoleña respondió con firmeza. Leonardo Menjívar intentó ordenar el ataque desde el centro, pero las ideas no fluían. El Salvador tenía corazón, pero no brújula. Y entonces, al minuto 74, llegó el suspiro más largo del partido: una volea de Curazao que estremeció el travesaño. Fue un golpe seco, como un recordatorio de que el partido pudo haberse roto en mil pedazos. Pero no lo hizo. Los últimos diez minutos fueron un forcejeo de voluntades. Nadie quería perder, pero nadie supo cómo ganar. Al sonar el pitazo final, los jugadores se desplomaron: no por agotamiento físico, sino por la frustración de haber dejado escapar una oportunidad. El Salvador se va con un punto que sirve, pero no convence. La falta de gol es una sombra que lo persigue desde hace meses. Para Curazao, el empate sabe igual: hicieron todo para ganar, pero les faltó definición. La tabla del Grupo B queda abierta, con Canadá y Honduras también en disputa. Ahora, los salvadoreños deberán preparar su duelo más simbólico: el clásico centroamericano contra Honduras , el próximo sábado. Un partido que no solo vale tres puntos, sino también orgullo, memoria y futuro. Mientras tanto, en San José, California, la noche se tragó el ruido y dejó solo una certeza: en el fútbol, a veces el empate grita más fuerte que una victoria.

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