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Mercurio en las venas: el precio invisible de la fiebre del oro en la Costa Caribe de Nicaragua

En Bosawás, la segunda reserva de bosque tropical más grande de las Américas después del Amazonas, la deforestación por minería y ganadería ha devorado 1.4 millones de hectáreas desde el año 2011, desplazando comunidades mayangnas y miskitus en un éxodo forzado que la Organización de las Naciones Unidas (ONU) califica de "violencia sistemática".


Cartas a la Dirección | @CoyunturaNic

Waspán, Nicaragua
Dos hombres buscan oro en Bonanza, una zona minera en Nicaragua. Se calculan unas 40,000 personas que se dedican a la Minería Artesanal y de Pequeña Escala en todo el país centroamericano | Fotografía de COYUNTURA por Jairo Videa
Dos hombres buscan oro en Bonanza, una zona minera en Nicaragua. Se calculan unas 40,000 personas que se dedican a la Minería Artesanal y de Pequeña Escala en todo el país centroamericano | Fotografía de COYUNTURA por Jairo Videa


En las riberas del inmenso río Wangki, donde el agua solía cantar himnos ancestrales a los miskitus, las mujeres ahora miden el tiempo no por las estaciones de lluvia, sino por el peso invisible que carga su cabello. En noviembre de 2025, un informe del International Pollutants Elimination Network (IPEN) reveló que nueve de cada diez mujeres indígenas de entre 18 y 44 años en las comunidades de Li Aubra y Li Lamn, en el municipio de Waspán, Nicaragua, tienen niveles de mercurio en su organismo superiores a 1 parte por millón el umbral de toxicidad establecido por la Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos de Norteamérica (EE.UU.). No es un accidente químico; es la huella de una fiebre del oro que devora la selva y envenena el futuro de un pueblo entero.


Imaginemos a "María", una madre miskitu de 32 años, recolectando yuca en las orillas del Wangki mientras sus hijas juegan en la corriente. No sabe que el pez que pescará esa tarde o el que comió ayer lleva el veneno de la minería artesanal de oro, que usa mercurio para separar el metal precioso del sedimento. En Waspán, epicentro de la Costa Caribe Norte, la extracción ilegal y semi-legal de oro ha multiplicado su producción: entre 2022 y 2025, Nicaragua exportó más de 20 toneladas de oro al año, superando el café y la carne como principal fuente de divisas.


Pero este boom no es gloria económica; es un saqueo que contamina ríos, erosiona suelos y, sobre todo, devasta cuerpos. El mercurio, neurotóxico implacable, cruza la placenta y se acumula en los fetos, robando capacidades cognitivas antes del primer llanto.


En comunidades donde la pesca y la caza son sinónimo de supervivencia, esta exposición crónica equivale a una sentencia silenciosa: niños con temblores, mujeres con fatiga crónica, generaciones condenadas a un desarrollo truncado.Lo alarmante no es solo la ciencia que el informe de IPEN corrobora con muestras de cabello analizadas en laboratorios independientes, sino la invisibilidad de esta crisis.


Mientras los titulares globales gritan sobre el colapso político en Nicaragua o las sanciones contra el régimen de Daniel Ortega y su esposa y comandataria Rosario Murillo, esta catástrofe ambiental pasa desapercibida. ¿Por qué? Porque el mercurio no sangra en las calles de Managua o en una cárcel; se filtra en los remansos de la autonomía indígena, donde el Estado ha abdicado de su rol guardián. En mayo de 2025, una reforma legal permitió la explotación "racional" de recursos en 76 áreas naturales protegidas, eliminando la consulta previa a pueblos indígenas y afrodescendientes.


El decreto presidencial que siguió suprimió las audiencias públicas en el Sistema de Evaluación Ambiental, allanando el camino para concesiones mineras que cubren 4.8 millones de hectáreas —ya casi el 40 % del territorio nacional.


En Bosawás, la segunda reserva de bosque tropical más grande de las Américas después del Amazonas (Amazonia), la deforestación por minería y ganadería ha devorado 1.4 millones de hectáreas desde 2011, desplazando comunidades mayangnas y miskitus en un éxodo forzado que la Organización de las Naciones Unidas (ONU) califica de "violencia sistemática".


Esta no es mera negligencia; es complicidad. La administración del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), que en los 80 prometía "refundar" la nación con énfasis en la autonomía caribeña, ha virado hacia un extractivismo voraz. Proyectos como Bio-CLIMA, financiado por el Fondo Verde del Clima de la ONU con 64 millones de dólares para frenar la deforestación, fueron cancelados hace solo meses por incumplir salvaguardas indígenas: sin consultas libres e informadas, el plan solo exacerbó conflictos entre colonos y comunidades, financiando inadvertidamente la violencia.


Líderes miskitus como Brooklyn Rivera, desaparecido desde 2023, pagaron con su libertad por denunciar estos despojos; hoy, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) alerta de masacres al menos cuatro entre 2020 y 2024 y detenciones arbitrarias contra defensores del territorio.


En un país donde 263 periodistas han huido desde 2018 y las oenegés ambientales son clausuradas, las voces locales se ahogan, dejando el veneno fluir sin testigos.


Pero el silencio internacional es igual de culpable. La Convención de Minamata sobre el Mercurio, ratificada por Nicaragua en 2017, permite la minería artesanal como "uso autorizado", perpetuando un ciclo donde el comercio legal de mercurio alimenta la informalidad tóxica. Entidades multilaterales como el Banco Mundial y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) han sido instados a suspender "financiamiento verde" en el país centroamericano, pues termina blanqueando abusos: ¿de qué sirve plantar árboles si el oro subterráneo envenena el agua?


Países importadores como Estados Unidos que absorbió 60 millones de kilos de carne nicaragüense en 2025, a menudo de tierras deforestadas cierran los ojos ante la cadena de suministro sucia. Y en la región, mientras Honduras y El Salvador lidian con sus propias sequías y huracanes, el mercurio del Wangki no respeta fronteras: contamina el Golfo de Fonseca, amenaza la pesca compartida y acelera el colapso climático en Centroamérica.


¿Qué se necesita para romper este velo entonces? Primero, visibilidad: informes como el de IPEN deben amplificarse en foros como la COP30, exigiendo auditorías independientes a concesiones mineras y fondos climáticos. Segundo, reparación: Nicaragua debe restaurar la consulta indígena bajo el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), titulando territorios pendientes y desmantelando redes de colonos armados que, con complicidad estatal y del Ejército, ejecutan masacres invisibles e inhumanas. Tercero, justicia transnacional: sanciones selectivas no solo a élites políticas, sino a empresas canadienses, chinas y británicas que extraen oro sin escrúpulos, financiando un régimen que exporta riqueza y represión.


En Li Lamn, María no lee tratados internacionales, y tampoco este texto; teje hamacas y sueña con ríos limpios para sus hijas. Su historia, y la de miles, no es un pie de página en el boletín climático; es un grito que el mundo ignora a su propio riesgo. Porque si el mercurio envenena la Costa Caribe, envenena el pulmón de Mesoamérica, y con él, el frágil equilibrio que nos sostiene a todos. Es hora de que el oro deje de brillar sobre tumbas anónimas.


La autora de este artículo es defensora de los derechos humanos en comunidades indígenas de Centroamérica, lectora habitual de nuestros contenidos. Ha pedido omitir su identidad por motivos de seguridad.


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