Nicaragua, siete años después del horror en la Divina Misericordia. El eco de una impunidad blindada
- Redacción Central
- hace 3 días
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La exención sobre el brutal ataque a la iglesia Divina Misericordia también revela la complicidad estructural de un aparato de justicia totalmente subordinado al poder político. Ni una sola investigación seria ha sido emprendida. Por el contrario, las víctimas han sido revictimizadas, y los verdugos, premiados. La mal llamada Comisión de la Verdad del Órgano Legislativo solo emitió una página sobre los hechos, tildándolos de "toma ilegal por terroristas".
Por Redacción Central | @CoyunturaNic
Managua, Nicaragua

Este lunes 14 de julio de 2025 se cumplen siete años del ataque a la parroquia Divina Misericordia, en Managua, uno de los episodios más atroces y simbólicos de la represión estatal en Nicaragua durante la rebelión cívica de 2018. Aquella noche del 13 al 14 de julio, el templo católico se transformó en refugio, hospital improvisado y, finalmente, escenario de un asedio despiadado por parte de fuerzas parapoliciales y francotiradores afines al régimen sandinista de Daniel Ortega y su esposa y ahora comandataria Rosario Murillo. La iglesia fue atacada durante más de quince horas mientras en su interior se encontraban más de 100 personas, en su mayoría estudiantes heridos, médicos voluntarios y sacerdotes.
A siete años de aquel crimen, la justicia sigue secuestrada, y el Estado nicaragüense no solo ha omitido rendir cuentas, sino que ha profundizado su política de persecución, silencio forzado y represión sistemática. La memoria de las víctimas, sin embargo, se mantiene viva entre las y los sobrevivientes, las familias exiliadas, la comunidad universitaria y las voces libres que aún desafían a la dictadura desde dentro o desde el exilio.
El ataque a la iglesia Divina Misericordia no fue un hecho aislado ni espontáneo. Ocurrió en el marco de la estatal "Operación Limpieza", lanzada por el régimen a partir de junio de 2018 con el objetivo de desmantelar los tranques —barricadas ciudadanas erigidas en todo el país como forma de protesta— y aplastar toda forma de disidencia. La noche del 13 de julio, después de horas de cerco y tiroteo en la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua (UNAN-Managua), al menos 200 estudiantes lograron escapar y refugiarse en la parroquia Divina Misericordia, guiados por feligreses y bajo la protección del sacerdote Edwin Román.
Lo que vino después fue una noche infernal. Balas de alto calibre atravesaron las paredes del templo. Dos jóvenes —Gerald Vásquez y Francisco Javier Reyes— fueron asesinados dentro de la iglesia. El cerco impidió la entrada de ambulancias y equipos médicos. Solo la presión de la comunidad internacional y de la Conferencia Episcopal de Nicaragua (CEN) logró que, al amanecer del 14 de julio, los sobrevivientes fueran evacuados bajo una tensa y vigilada tregua, televisada y sin mayores detalles.
El asedio a la Divina Misericordia se convirtió rápidamente en un símbolo de la barbarie. No solo por el ataque contra una iglesia —violación flagrante del derecho internacional humanitario— sino porque evidenció la deshumanización con la que el FSLN trató a los jóvenes manifestantes. El uso de francotiradores, la negativa a permitir atención médica, y el ensañamiento contra símbolos religiosos fue un mensaje de terror: ningún espacio, ni siquiera el más sagrado, o la universidad, estaba a salvo de la violencia estatal.
Además, este evento marcó un punto de quiebre para muchos. El papel de la iglesia católica como mediadora se fracturó. La represión posterior se endureció. La persecución contra sacerdotes críticos se intensificó. Y para cientos de estudiantes y familias, comenzó el exilio forzado.
Siete años después: el silencio impuesto
En 2025, Nicaragua es un país donde conmemorar esta fecha es una acción de alto riesgo. Muchos de los protagonistas de aquel episodio —sacerdotes, estudiantes, médicos— se encuentran en el exilio. Otros han sido encarcelados, desterrados o despojados de su nacionalidad. La iglesia católica ha sufrido el acoso sistemático del régimen: templos ocupados, Cáritas cerrada, procesiones masivas prohibidas, obispos arrestados o expulsados del país, como monseñor Rolando Álvarez, una de las voces más firmes frente a la dictadura.
El sistema judicial, subordinado al poder copresidencial, nunca ha investigado los hechos. No hay responsables detenidos. No se ha reconocido a las víctimas. La narrativa oficial —cuando se menciona— habla de "grupos terroristas atrincherados" y niega sistemáticamente las violaciones documentadas por organismos internacionales de derechos humanos y medios de comunicación.
Pero la impunidad no ha conseguido borrar la memoria. Desde el exilio y la clandestinidad, sobrevivientes y organizaciones mantienen viva la historia, aunque suena más simbólico que real. Documentales, testimonios, investigaciones forenses, archivos periodísticos y plataformas digitales han conservado intacto el relato de aquella noche. 100 % Noticias y La Prensa narraron los momentos de tensión.
Recordar la masacre de la Divina Misericordia es un acto de resistencia contra el olvido impuesto, en medio de celebraciones absurdas y cada vez más ideológico. Es también una exigencia de justicia. No se trata únicamente de homenajear a Gerald y Francisco, o de solidarizarse con quienes arriesgaron su vida por salvar a otros. Se trata de sostener la verdad frente a la manipulación, de exigir rendición de cuentas frente a la represión, de reclamar la dignidad frente al autoritarismo.
Nicaragua, siete años después de 2018, sigue bajo un régimen autocrático, más descarado, cruel y armado. Pero también sigue latiendo una esperanza: la de que las historias como la de la Divina Misericordia no queden en el archivo del horror, sino que alimenten la conciencia crítica y el deseo de un país distinto, que florezca con verdad, honor y humanismo.
Recordando a quienes resistieron y resisten con fe, en una iglesia convertida en escudo humano o en una casa fuera del hogar, este editorial reafirma un compromiso: la memoria no se confina, la verdad no se borra, y la justicia —aunque demorada— es una deuda pendiente que la historia no perdonará.
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