Vito y un eco vacío en Somosaguas: la crónica gráfica de una democracia cercada por los extremos de España
- Redacción Central
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Las imágenes hablan de una universidad transformada en frontera temporal: control de pertenencias, distancias entre cuerpos y una arquitectura de exclusión que paradójicamente reproduce la narrativa del supuesto "búnker ideológico" que se pretende combatir. La estética del acontecimiento (capuchas, megáfonos, escoltas, público desplazado cual concierto) evidencia además la estrategia comunicativa del convocante: espectáculo antes que propuesta académica o política, al menos humanista. Cuando el ritual público sustituye al intercambio argumental, la democracia se empobrece: no solo por la presencia de discursos extremos, sino por la incapacidad de integrarlos en espacios de deliberación donde puedan ser sometidos a contraste.
Por Redacción Central | @CoyunturaNic
Madrid, España

La tarde de este miércoles 12 de noviembre de 2025 cayó gris en la capital española, particularmente sobre el campus de Somosaguas, rodeado de zonas verdes y una "intensa vida cultural y deportiva", según el sitio web oficial. No llovía, pero el aire estaba denso, como si la Universidad —esa Complutense de historia política y memoria rebelde— se hubiera recogido en sí misma, expectante. A las puertas de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología, un centenar de estudiantes ya aguardaban, no con miedo, sino con una mezcla de rabia y cansancio. Sabían que quien venía no traía debate, sino espectáculo.
Frente a ellos, el Estado se materializaba en furgones azules: más de veinte, alineados con precisión de desfile. Cascos, escudos, chalecos, órdenes que iban y venían entre radios y celulares. Los antidisturbios no hablaban, solo se movían. La democracia, esa palabra tan grande, se palpaba en el metal de los cordones policiales y en los DNI (Documento Nacional de Identidad) extendidos entre manos jóvenes que no entendían por qué había que demostrar identidad para entrar a su propia universidad.
"Solo pasan los acreditados", repetía un agente con tono mecánico. Algunos estudiantes esperaban en silencio; otros cantaban. "Fuera fascistas de la universidad". "Pase lo que pase, unidad de clase". A un lado, un grupo de chicas del grado de Trabajo Social agitaba carteles escritos a mano. En otro, un chico tomaba fotos con una cámara y un celular, registrando la escena: la policía separando ideas.
Fotografías de COYUNTURA por Juan Daniel Treminio:
Pasadas las cinco, un murmullo recorrió el aire. Vito Quiles llegaba. No como periodista —aunque así se autoproclame—, sino como performer político. Al menos cuatro guardaespaldas, camisetas negras, auriculares invisibles, un círculo humano a su alrededor. Los seguidores —jóvenes, casi todos hombres y blancos— lo esperaban más allá del perímetro, a setecientos metros del campus. Agitaban banderas rojigualdas, entonaban el Cara al Sol y miraban a los antidisturbios con una mezcla de veneración y frustración.
El megáfono sonó primero como un estallido. "La Complutense es un estercolero comunista", gritó Vito desde un poyete frente a una rotonda. Detrás, balcones de urbanizaciones observaban la escena con indiferencia; una pareja sostenía un perro, una mujer filmaba con el móvil. Al que los medios locales y nacionales llaman "agitador" repetía las frases que su público quiere oír: "moros no", "España una, grande y libre", "los patriotas volverán a las universidades". Las palabras salían como balas de fogueo, con eco, pero sin sentido.
El dispositivo policial lo rodeaba todo. El poder —cualquiera que sea su color— teme los extremos, pero también los alimenta. Dentro del campus, los estudiantes gritaban su versión de país: plural, diversa, cansada de provocaciones. Afuera, los acólitos de Quiles coreaban su fe en un pasado inventado, el nacionalismo y la furia contra lo que consideran diferente e inferior, al mejor estilo de Javier Milei, Donald Trump o Daniel Ortega. Entre ambos, la Policía Nacional convertía el espacio público en un tablero de contención.
La universidad, mientras tanto, cerrada. Solo una puerta abierta, solo quien mostrara credencial podía entrar. Las clases continuaban, pero la sensación era de asedio. Algunos profesores miraban desde las ventanas. Otros, simplemente no llegaron: los autobuses atascados, los accesos colapsados. Somosaguas parecía una fortaleza sitiada por su propio miedo.
El discurso de Quiles duró menos de una hora. Sin permiso, sin micrófono más allá del megáfono, sin fondo más allá del ruido. Terminó su arenga con los mismos eslóganes con los que empezó, con el extremismo de Vox casi que susurrándole: "haremos que Pedro Sánchez salga por patas de la Moncloa". Detrás de él, una docena de jóvenes le aplaudía. Luego el silencio. Ni enfrentamientos ni gloria. Solo el ruido de una convocatoria que se desinfló ante la evidencia de su propio vacío.
Cuando se marchó, la Policía comenzó a recoger. El aire se relajó. Los estudiantes respiraron entre pancartas y humo de cigarro. Algunos se abrazaron, otros comentaban los insultos que habían escuchado. Uno dijo, mirando hacia la rotonda vacía: "no vino a hablar, vino a provocar. Y ni eso logró".
La facultad, horas después, publicó un comunicado: "denunciamos el uso inapropiado de nuestros espacios con fines ajenos a la reflexión académica y al debate que fortalece la democracia". Lo que ocurrió hoy fue precisamente eso: una universidad defendiendo su derecho a pensar frente al ruido de quien grita para ser trending topic.
La Constitución española reconoce, en su artículo 20, el derecho a expresar y difundir ideas. Pero también ampara el derecho colectivo a no ser violentado en nombre de esa libertad. Porque cuando la palabra se usa como arma, la democracia tiembla. Y cuando el pensamiento crítico se encierra tras vallas y cascos, el peligro no está en el provocador, sino en lo que normaliza su espectáculo.
Hoy, la Complutense no fue solo escenario de un despliegue policial ni de una provocación fallida. Fue espejo de una España que todavía debate dónde está el límite entre la libertad y la responsabilidad. Entre hablar y agitar. Entre disentir y destruir.
Y mientras la tarde se disolvía en el cielo de Madrid, los estudiantes se quedaron un rato más, sosteniendo sus pancartas, como si entendieran que su gesto —más que cualquier discurso— fue el verdadero acto de resistencia democrática del día. Otros regresaron a casa en el autobús de las siete, comentando la jornada, algunos creyendo para bien o para mal otro extremo.
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