"Lo que es hoy, pudiera ser que no sea mañana"
- Redacción Central
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La eliminación de la doble nacionalidad en Nicaragua no solo afecta a una ciudadanía en exilio forzado —una de las más masivas y dolorosas en la historia contemporánea de Centroamérica—, sino que deja al descubierto el núcleo del proyecto político-familiar sandinista: expulsar todo lo que huela a disidencia, incluso simbólicamente, incluso desde el lenguaje y la identidad jurídica. Es una purga identitaria, una política de exclusión diseñada para borrar del mapa a quienes ya han sido o deberían ser desplazados físicamente.
Por Redacción Central | @CoyunturaNic
Managua, Nicaragua

En el país del eterno presente, donde el calendario lo dictan el miedo y la obediencia, no existe promesa que dure más que una consigna, ni ley que sobreviva al capricho de los que mandan. En Nicaragua, la Constitución, la vieja o la nueva, es un papel reciclable para el oficialismo, que se reescribe cada vez que la paranoia presidencial exige nuevos límites. Y cuando el diputado del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), Gustavo Porras —el vocero más disciplinado del autoritarismo legislativo—, asegura que "lo que es hoy, pudiera ser que no sea mañana", no está improvisando, quizás por primera vez: está confesando la filosofía política, social, militar, humanitaria, integracionista e institucional del régimen que ha vaciado de certeza la vida de millones.
La reforma constitucional exprés aprobada el viernes 16 de mayo de 2025, la enésima en medio año, elimina el derecho de las y los nicaragüenses a la doble nacionalidad. Lo hace con la misma lógica con la que se abolió la Patria para cientos de disidentes a quienes se les declaró "traidores" y se les arrebató su nacionalidad en 2023 y 2024. Aquello, en su momento, fue descrito por el mismo Porras como una excepción: solo debía temer quien hubiese traicionado a la Patria.
Hoy, ese umbral se ha movido. Y como advierte entre líneas el propio parlamentario, presidente del ahora Órgano Legislativo, mañana puede moverse otra vez. Nadie está realmente a salvo. Porque en Nicaragua ya no existen derechos, solo tolerancias revocables.
La narrativa oficial dice que no habrá retroactividad. Pero en un régimen donde todo puede cambiar de un día a otro —como su portavoz lo admite sin pudor—, esa garantía es una mentira a plazo corto. Las leyes ya no son estructuras que protegen a la ciudadanía, sino armas dispuestas a ser disparadas cuando más convenga. Hoy se promete estabilidad; mañana, se ordena la caza.
Es importante entender que esta no es una medida aislada, ni un error técnico, ni un accidente jurídico. Es parte de una estrategia más amplia y profundamente dañina: la mutación legal del régimen hacia una monarquía autoritaria de facto, que opera bajo la apariencia de un Estado. Ya no se trata de gobernar, sino de reconfigurar el sentido de la nacionalidad, del arraigo y de la pertenencia. La ciudadanía se transforma en un privilegio que se concede o se niega según el grado de sumisión al poder, en beneficio de conceptos ambiguos y autoritarios de "soberanía".
¿Y qué significa, en este contexto, perder la nacionalidad? No es solo un acto administrativo. Es la negación del derecho a existir como parte del cuerpo social, a tener historia y memoria dentro del territorio que te vio nacer. Es la anulación del pasado y la condena a un limbo político en el futuro, sin identidad jurídica ni Patria que te reconozca. Es, en suma, una forma moderna de destierro perpetuo.
La reforma también encierra un mensaje geopolítico envenenado: en una Centroamérica donde las identidades múltiples y la migración han tejido redes de solidaridad, el régimen de Daniel Ortega y su esposa y comandataria Rosario Murillo busca aislar a Nicaragua, más y más. Pretende que el exilio no sea una estrategia de resistencia, sino una condición de desarraigo y amenaza. Quien se va, quien adquiere otra nacionalidad, ya no podrá regresar legalmente. Y quien se queda, debe jurar lealtad exclusiva a una Patria secuestrada por un matrimonio gobernante.
Hay, por tanto, algo más profundo y más peligroso en esta mutación legal. Se institucionaliza la fragilidad de los derechos como principio de gobernabilidad. El mensaje es claro: todo puede cambiar, y todo puede volverse en tu contra. La ley no existe para darte certezas, sino para recordarte que estás a merced de quienes reinan.
Y sin embargo, en medio de esta distopía hecha realidad, en el corazón de América continental, las palabras de Porras también delatan algo más: la inseguridad estructural del sistema que refuerzan todos los días. Solo quienes gobiernan con miedo, gobiernan con inestabilidad. Solo quienes temen el futuro, lo escriben con lápiz y lo borran cada semana. Solo quien está dispuesto a destruir el país para aferrarse al poder, convierte la Constitución en servilleta.
Hoy el oficialismo festeja otra victoria legislativa. Pero la historia recordará este día como otro clavo en el ataúd de la República. Porque no hay revolución posible donde la ley es papel mojado, donde la Patria es propiedad privada y donde la nacionalidad se maneja como castigo.
Nicaragua no necesita más reformas exprés. Necesita una reconstrucción moral, jurídica y política. Necesita un pacto con la verdad, con la memoria, con la igualdad, con las libertades y con la dignidad. Y sobre todo, necesita despertar de esta pesadilla donde el mañana depende del humor de una pareja que juega con la soberanía como si fuera un tablero de ajedrez familiar.
Hasta que eso ocurra, seguiremos repitiendo lo que ya todos saben: en Nicaragua, "lo que es hoy, puede que no sea mañana". Y eso, lejos de ser una excusa o justificación, es la prueba de que vivimos bajo una tiranía sin máscaras.
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