Nayib Bukele ya es el rostro del poder absoluto en El Salvador y no rechaza el mote de un "dictador" más
- Jairo Videa
- hace 2 días
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Cifras de Socorro Jurídico Humanitario revelan que al menos 416 personas han fallecido bajo custodia del Estado durante el período del mandatario autodenominado "cool", muchas de ellas sin antecedentes penales ni nexos probados con pandillas. Entre las víctimas hay 25 mujeres y cuatro bebés. La organización asegura que el 94 % de las personas fallecidas no tenían perfil de pandilleros, y que muchas muertes ocurrieron en condiciones de hacinamiento, enfermedades no atendidas y violencia institucional dentro de las cárceles.
Por Jairo Videa | @JairoVidea
San Salvador, El Salvador

En un discurso cargado de retórica nacionalista y desafío abierto a las críticas internacionales y locales, el mandatario de El Salvador, Nayib Bukele, rindió cuentas del primer año de su segundo mandato consecutivo el domingo 01 de junio de 2025. Lo hizo desde el histórico Teatro Nacional de San Salvador, en una sesión solemne del Congreso Legislativo, frente a diputados aliados, miembros del cuerpo diplomático, empresarios, políticos y cámaras que transmitieron en directo cada una de sus frases cuidadosamente orquestadas. La pieza central de su mensaje: un rechazo sin reservas a la noción de democracia liberal como guía para su gobierno, y una abierta aceptación del calificativo que sus críticos más severos y defensores de derechos humanos han utilizado para describir su control: dictador.
"Prefiero que me llamen dictador a ver cómo matan a los salvadoreños en las calles", afirmó Bukele. "Que se queden ellos discutiendo su semántica y nosotros vamos a seguir enfocados en resultados".
Con esa declaración, Bukele encapsuló la narrativa que ha venido construyendo desde que asumió el poder: la seguridad nacional justifica la concentración del poder. Y si esa concentración de poder implica violar derechos, restringir libertades y eliminar los contrapesos institucionales, el argumento se presenta como un precio menor frente a la promesa de tranquilidad ciudadana.
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Desde marzo de 2022, El Salvador vive bajo un régimen de excepción que suspende derechos constitucionales como la libre asociación, el derecho a defensa, el plazo máximo de detención sin presentar cargos y la inviolabilidad de las comunicaciones. Según la administración de Nueva Ideas, esta medida ha sido instrumental para desarticular a las pandillas, las cuales durante décadas mantuvieron vastos territorios bajo control, cobrando extorsiones, cometiendo asesinatos y sembrando el miedo.
En este periodo han sido detenidas más de 86,400 personas, de acuerdo con cifras oficiales. Bukele sostiene que se trata de miembros o colaboradores de estructuras criminales. Sin embargo, organizaciones de derechos humanos como Socorro Jurídico Humanitario, Cristosal y Amnistía Internacional denuncian que muchas de esas capturas son arbitrarias. Desde el inicio del régimen, han documentado al menos 6,900 denuncias de abusos, incluyendo golpes, torturas, tratos crueles y abusos sexuales en centros penitenciarios.
Más grave aún, 416 personas han muerto bajo custodia del Estado, entre ellas 25 mujeres y cuatro bebés. De acuerdo con la organización de apoyo legal local, el 94 % de los fallecidos no tenía vínculos comprobados con estructuras criminales. Aun así, el gobierno ha mantenido el silencio sobre investigaciones judiciales internas o responsables individuales.
La estrategia de seguridad de Bukele goza de un respaldo popular arrollador. Según encuestas recogidas por la agencia AP, nueve de cada diez salvadoreños aprueban el régimen de excepción. El apoyo popular ha sido clave en la consolidación de su poder político e institucional, que ya no encuentra contención ni en el Legislativo —dominando la Asamblea con una mayoría absoluta— ni en el Poder Judicial, cuyos magistrados fueron destituidos y reemplazados por afines a su proyecto en 2021.
Para Bukele, la aprobación social basta como legitimidad política y social. En su discurso, señaló que las críticas de la comunidad internacional y organizaciones de derechos humanos y libertades públicas obedecen a una agenda de desestabilización global. "Las fuerzas externas que ejercen su poder encubierto sobre países como El Salvador no están interesadas en el bienestar de nuestro pueblo. Su objetivo es generar inestabilidad", afirmó.
También cuestionó abiertamente los fundamentos de las democracias liberales, señalando que términos como "transparencia", "Estado de derecho" o "derechos humanos" son meras herramientas de dominación ideológica. "Suena bien; son grandes ideales en realidad, pero son términos que en realidad solo se usan para mantenernos sometidos", declaró Bukele.
El rechazo oficialista a la injerencia extranjera, como lo define el Ejecutivo, se traduce en legislación concreta. Bukele defendió la nueva Ley de Agentes Extranjeros, una normativa que impone un impuesto del 30 % a las donaciones recibidas por organizaciones no gubernamentales que se involucren en temas políticos o de derechos humanos. Según el gobierno, el propósito es evitar el uso de fondos internacionales con fines subversivos o partidarios.
No obstante, desde organizaciones de la sociedad civil y medios de comunicación independientes, esta ley es vista como un mecanismo de control, censura y coacción fiscal que apunta directamente a las voces críticas y a los movimientos independientes que aún existen en el país centroamericano, siguiendo el ejemplo de Daniel Ortega y Rosario Murillo en Nicaragua, o el de Vladimir Putin en Rusia. Bukele, sin embargo, asegura que aquellas organizaciones que "de verdad" quieran ayudar seguirán gozando de beneficios tributarios. "No estamos prohibiéndoles que se metan en política, no estamos prohibiéndoles que traigan sus agendas, simplemente estamos pidiéndoles que se anoten y que paguen impuestos", insistió.
La ley estipula la creación de un Registro de Agentes Extranjeros, administrado por el Ministerio de Gobernación, al cual deberán inscribirse todas las organizaciones con un plazo de 90 días a partir de la entrada en vigencia del decreto.
Por otro lado, a lo largo del discurso, Bukele articuló una visión binaria del país: de un lado, el gobierno y la mayoría silenciosa de salvadoreños que apoyan sus decisiones; del otro, las organizaciones no gubernamentales, los medios, los organismos internacionales y las "élites" opositoras que —según él— pretenden boicotear los avances de su administración. "Estamos siendo sometidos a un ataque coordinado en marcha", denunció. "La prensa opositora, la agenda globalista y las oenegés están golpeando con los mismos temas", agregó el líder de extrema derecha.
Desde esta óptica, la independencia judicial, la fiscalización internacional, las libertades de prensa, de expresión y de asociación no son garantías democráticas, sino obstáculos. En ese sentido, Bukele se presenta como un "revolucionario" que desafía las reglas del sistema global para imponer una "nueva forma" de hacer política, basada en la "eficacia" más que en los principios.
El Salvador de Bukele se describe como un país "en paz" y "en recuperación", pero lo hace sobre los escombros del Estado de derecho. La paz impuesta mediante detenciones masivas, el debilitamiento del sistema judicial, el silenciamiento de las voces disidentes y el desprecio abierto por los derechos fundamentales no es una paz democrática, sino una paz autoritaria.
El aplauso popular no sustituye a los mecanismos de control institucional. La historia latinoamericana —y mundial— ha demostrado que los líderes que concentran el poder en nombre del orden terminan, más temprano que tarde, replicando patrones de represión, exclusión y corrupción.
Nayib Bukele, al aceptar con cinismo el calificativo de dictador, no solo desestima las voces que alertan sobre los peligros de su modelo; también desnuda su convicción de que gobernar es decidir sin cuestionamientos, sin contrapesos, sin normas que estorben.
En nombre de la seguridad, El Salvador asiste el vaciamiento progresivo de sus garantías constitucionales. Y mientras el mundo debate si es justo llamar dictadura a un régimen con apoyo popular, los derechos fundamentales de miles de ciudadanos y ciudadanas siguen siendo vulnerados —legalmente—.
En medio de una creciente ola de represión en El Salvador, al menos cinco defensores de derechos humanos y activistas sociales permanecen detenidos bajo condiciones cuestionadas, en lo que opositores, activistas y abogados constitucionalistas califican como una escalada contra la sociedad civil. Entre los presos políticos se encuentran dirigentes campesinos como José Ángel Pérez, capturado tras una protesta en la comunidad El Bosque; el activista y abogado Alejandro Henríquez; la dirigente de Cristosal Ruth Eleonora López, arrestada el 18 de mayo; y el pastor evangélico José Pérez. A estos se suman otros líderes comunitarios y activistas que fueron detenidos durante movilizaciones recientes, mientras varios han sido liberados después de semanas o meses en prisión, reflejando un patrón de criminalización de la protesta social y el activismo en el país.
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